La fiesta de Pentecostés es la fiesta de Dios cercano, es la fiesta de la presencia de Dios en el mundo, en la historia y en el hombre. Es la celebración de un mundo futuro e ideal en el cual todo, sin excepción, estará consagrado a Dios.

Por eso la Iglesia nos invita a implorar: Ven, Espíritu Creador; Tú puedes informar todos los huesos ennegrecidos y las estructuras impotentes del mundo actual.

Es un anhelo radical del cristianismo, desde el principio, crear un mundo nuevo, animado por el Espíritu Santo. Informar todo el horizonte del hombre, su corazón, su casa, sus industrias, la sociedad, las relaciones internacionales, las distracciones, la cultura, las alegrías, la tristeza; iluminarlo todo con la presencia de Dios que, cuando abre caminos de unión, se llama Espíritu Santo.

Todos debemos abrir nuestro ámbito a la presencia y al influjo de Dios. Todos debemos hacer que lo divino penetre en nuestro medio; empezando por nuestra propia vida, que debe ser iluminada por Dios, hasta lo más secreto; luego el hogar, luego el trabajo, luego la alegría, la dicha, el reposo y la muerte.

Todo penetrado, transido de Dios. Este es un ideal para ti y para mí. Nadie está exento, ninguno puede decir que no le obliga. Desde el momento en que entró en el círculo implacable y maravilloso del existir, no le queda más dilema que éste: o penetrarlo todo de Dios, o ser una rueda descentrada, que chirría a cada vuelta porque no gira sobre su perno auténtico.

Nuestro programa de vida, y me refiero a todos, es dejarnos penetrar del Espíritu Santo, a quien se atribuye todo amor y todo consuelo.

Y si tú dices: “Yo no creo en el Espíritu Santo. En nuestra religión no existe el Espíritu Santo”. Yo te respondo: ¡Pero sí crees en Dios! En un Dios infinitamente inteligente, que piensa. Pues lo que Dios piensa es lo que los cristianos llaman Hijo de Dios. Pensamiento de Dios. ¡Palabra de Dios, Cristo! Y es una Persona divina. Crees en un Dios que ama; pues el infinito amor substancial de Dios es lo que los cristianos llamamos Espíritu Santo. Y es una Persona divina. ¡Cree y verás!

¡Cuánto me consuela tener, oh Espíritu Santo, un Consolador como Tú, que eres todo amor, todo consuelo, todo regalo! Por Ti se aman el Padre y el Hijo. Tú procedes de ambos eternamente. Tú eres y Tú das tranquilidad infinita, eres paz, eres unión. Tú eres el Padre de los pobres, la Luz de los corazones, el Dador de las gracias, el suave Refugio. Tú hiciste que el Padre nos diese a su Hijo. Tú obraste la encarnación del Verbo y santificaste a María.

Tú eres nuestro único santificador. Por Ti participamos de la naturaleza divina y somos elevados sobre lo creado. Por Ti somos prohijados de Dios. Tú nos haces templos de la Santísima Trinidad. Tú gimes con gemidos inenarrables en nosotros y haces que deseemos lo eterno y lo divino.

Ven, Espíritu Santo, a nosotros y haznos hombres nuevos, un pueblo nuevo, penetrado por Ti, conducido por Ti, consolado por Ti. Haz que tu venida nos halle silenciosos y atentos.

¡Queremos cambiar! Y para el hombre no existe ningún cambio profundo y estable si no es el cambio producido por Ti. Fuera de Ti, todo en el mundo es melancólico, es monótono y triste. ¡Tú sólo, oh Espíritu Santo, consuelas, iluminas y alegras!


Rafael García Herreros, «El Espíritu Santo». Colección Obras Completas No. 3, 7a edición.
Centro Carismático Minuto de Dios, Bogotá, 2015.

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