Palabras a Dios… ¡A Dios infinito, a Dios como una realidad!
Tú eres mi Dios. Mi infinito. Mi Realidad.
Quiero recordar simplemente que Tú eres una realidad, que no eres una palabra ni eres un sueño ni sólo un concepto, sino que eres algo real, absolutamente real.
Hacia Ti, desde la lejanía del mundo, desde la pequeñez de la Tierra, va mi corazón y va mi anhelo.
Te deseo, Dios mío; quisiera conocerte, tener al menos una idea de tu Ser, de tu misterio. ¿Dónde estás, Dios? ¿Cómo eres Tú?… ¿Qué estás haciendo, Dios mío? Qué impenetrable misterio el tuyo, y qué pequeñez la mía.
No saber de Ti nada, o casi nada: sólo que existes, sólo que eres el Misterio de Unidad y de Trinidad. Y nada más. Tender hacia Ti con toda el alma, y no conocerte. Tender con todo el espíritu; querer abrazarte, estar enfermo de Ti, y no poder nada, sino sollozar y mirar a la lejanía.
Ven, Dios mío. Estoy contento plenamente de que Tú existes. Esto me basta en la vida. Tú existes; Tú, el infinito.
Tú, ante cuya inmensidad nada son las millonadas de años-luz del universo, y ante cuya duración nada es el abismo del tiempo, Tú me creaste y estás pensando en mí… ¡Pensando en mí, Tú, Dios!
Miro hacia la profundidad del cielo, quisiera descubrirte, y quisiera contemplarte.
Tú eres una realidad. Nos hemos acostumbrado miserablemente a pensar en Ti sólo como una palabra, como un símbolo sin contenido. No nos damos cuenta de lo que significa para nosotros la existencia de Dios. Que Tú existes… Esto es el consuelo más hondo en todas las penas, en todos los desencantos, en todas las tribulaciones.
No hay dolor humano que no se calme con la existencia de Dios. Ni amor terreno que no desaparezca ante tu hermosura, ni pasión de carne ni entusiasmo humano que no se apague cuando Tú te haces presente en el corazón.
Haz que te piense continuamente; preséntate a mí como una realidad, como la realidad de esta ciudad, de estos árboles que estoy viendo, de mí mismo, que me estoy sintiendo vivo.
Te adoro, Dios mío, temblando.
Mi Dios, mi Dios. Estoy pensando en Ti. No me figuro cómo serás, pero me basta saber que eres.
Conviérteme a tu realidad, a tu verdad, a tu infinito. Quiero dejar las palabras, los vocablos, y aceptarte como una cosa real.
¡Oh Dios! Adoro el misterio de tu íntima vida, de la comunicación que existe entre Ti, Padre, y tu Hijo, en el impenetrable misterio de lo eterno.
Permíteme, oh Dios, profanar con mi adoración el regazo divino donde engendras eternamente un Pensamiento, una Palabra, un Hijo. Ese regazo adorable, a pesar de que todo esto parece desconcertante, es también el regazo del hombre, porque allí en el Hijo está nuestra realidad absoluta, nuestra verdad, nuestra autenticidad.
Ante estas realidades, me siento sumergido como en un abismo y, sin saber por qué, me siento triste y lejos…
Y mientras esto es verdad, los hombres van y vienen… los automóviles pasan… se oyen conversaciones, se oyen risas y se oyen llantos en la Tierra.
(Libro: García Herreros, Rafael, «Palabras a Dios»,
Colección Obras Completas No. 9, Centro Carismático Minuto de Dios, Bogotá, 2010)