De vez en cuando, debemos hacer un instante de silencio en nuestra vida y examinar nuestro camino, examinar con respecto a Dios, con respecto a nuestro hogar y con respecto a nuestro prójimo.
Con respecto a Dios, debemos examinar nuestra fe y nuestro amor. ¿Creemos en Dios? ¿Sentimos que Dios vive? ¿Experimentamos la emoción que causa al creyente la realidad de Dios?
Cuando miramos en silencio los luceros de la noche, ¿no nos sobrecoge el sentimiento de lo que Dios es y de lo que Dios hizo por nosotros? ¿O todavía pensamos que todo brotó de la nada por su propia cuenta o que las cosas se hicieron a sí mismas?
¿Creemos en un Dios real, infinito, creador del mundo y juez del hombre? ¿O ha naufragado nuestra fe, y hemos buscado la solución al inmenso problema, distrayéndonos y no pensando en Él?
¿Amamos a Dios? ¿Cumplimos sus mandamientos? ¿Y los mandamientos de la santa madre Iglesia? ¿Leemos el divino Evangelio de Jesús? ¿Conocemos las epístolas de Pablo?
Segundo: examinémonos sobre nuestro hogar. ¿Nuestro hogar es feliz? ¿Es cristiano? Es decir, ¿se respira el aroma de Cristo?, ¿el aroma de la santidad? ¿O nuestro hogar se mancha en secreto y se profana con el pecado? ¿Pecado del egoísmo? ¿El pecado que cometieron y que espían los desiertos, donde no florece la vida? ¿Donde florece una vida enclenque y limitada?
¿Estamos educando a nuestros hijos? ¿O solamente alimentándolos? Educar un hijo es hacerle brotar los íntimos anhelos de ser santo, de ser útil. No de ser un vanidoso engomado; no de vestir impecablemente, sino de vestirse de Jesucristo.
Educar a una hija no es dejarle el automóvil para que se vaya con el novio lejos de Dios. Sino prepararla para que sea una buena esposa y una buena madre.
¿Hacemos feliz el hogar? ¿O hay algo que entristece el hogar, algo que lo mancha y lo corroe, y es nuestra vida? ¿Y es eso que llamamos nosotros nuestra vida privada?
Examinémonos, por último, en relación con nuestro prójimo. ¿Hay algún odio en nuestro corazón? ¿Odio político? ¿Odio personal? ¿Odio de interés?
¿Servimos a nuestro prójimo? ¿Sentimos compasión por él? ¿Hacemos sacrificios por él? ¿O somos de aquéllos que lo único que nos atrevemos a dar son los zapatos inservibles y las pieles de hace treinta años, comidas de los ratones?
¿Cobramos al prójimo muy caro lo que le damos?, ¿con humillaciones? ¿Cobramos lo que damos a las pobres obreras o a las viudas jóvenes? ¿Cobramos muy caro cualquier don a las empleadas de la oficina?
¡Tantas infamias que se cometen y que aparentemente quedan impunes! ¡Examinémonos! ¡Todos somos pecadores! Todos debemos emprender el camino de la penitencia, del arrepentimiento. A todos nos aguarda el camino de Damasco, de la conversión; el camino de la contribución, de la reparación.
Para recomenzar la vida, nunca es tarde. Para Dios, mientras un hombre existe, no hay el: “Demasiado tarde”.
(Libro: García Herreros, Rafael, «El Matrimonio y el hogar».
Colección Obras Completas No. 1. Bogotá, 2a edición, Bogotá, 2016)