El 24 de noviembre de 1992, en su habitación del barrio El Minuto de Dios, en Bogotá, falleció el padre Rafael García Herreros. Los detalles los narra su biógrafo, el padre Diego Jaramillo, en el libro “Rafael García Herreros, una vida y una obra”, del cual tomamos los siguientes párrafos:
Ese 24 de noviembre se realizaba el 32º Banquete del Millón. Como, por su estado de salud él (el padre García Herreros) no podía asistir, pasé a media tarde a saludarlo y a preguntarle qué debería decir en su nombre durante dicha cena. Me respondió con algunas frases sueltas, no muy coherentes. Hacia las seis de la tarde, al salir para el Hotel Tequendama, me crucé con la señora Paulina Garzón, quien me dijo que pensaban recostar al padre Rafael sobre su brazo derecho, para que se adormeciera, y que al comenzar la transmisión del Banquete, a las 7:30 pm, lo volverían sobre la espalda para que despertase y viese las imágenes por la televisión. Eso fue lo que realizaron.
En el Hotel Tequendama, todo se desarrollaba de acuerdo a la programación proyectada. Tras las presentaciones y saludos de rigor, la ceremonia empezaba con un discurso, siempre a cargo del padre Rafael, y que en esa ocasión debí asumir yo. Mi alocución la dirigí directamente al padre Rafael, a quien suponía mirando la pantalla de televisión o escuchando por radio la transmisión del evento. Mis palabras comenzaban así:
Querido padre Rafael: Permítame que le hable esta noche a usted, que nos ha hablado cada noche a los televidentes de Colombia desde hace 38 años. Usted ha presidido todos los Banquetes del Millón de Bogotá desde hace 31 años, y también muchos otros celebrados por todo el país. Usted nos ha hablado con su palabra y con su ejemplo a lo largo de toda su vida.
Permítame ahora, cuando se encuentra atado al lecho de enfermo y cuando por primera vez en la historia de estos banquetes no puede presidirnos ni enseñarnos, permítame, le digo, que sea yo, que seamos todos nosotros quienes le hablemos. Hoy nuestros discursos y nuestros cantos y nuestros brindis y nuestros aplausos son para usted.
Yo sé, padre García Herreros, que usted nos está oyendo por la radio; yo sé que nos está viendo en la televisión. Yo imagino que usted está sonriendo o está sollozando; yo sé que usted nos está acompañando espiritualmente.
Luego contaba quiénes participaban en esa cena, evocaba los anteriores Banquetes del Millón y los principales momentos en la solidificación de la obra del Minuto de Dios y el compromiso del padre Rafael con los pobres y con la patria. Su acción evangelizadora y la amplitud que en Colombia tenía el trabajo por él iniciado, para concluir con estas palabras:
“Padre, deseamos que usted siga soñando, pensando y amando. Padre, le pedimos a Dios que lo bendiga; y nosotros, en nombre de Colombia, lo amamos, lo bendecimos y le damos las gracias”.
En seguida, el padre Jorge Jiménez, entonces obispo electo de Zipaquirá, leyó, a nombre del padre Rafael, un corto saludo a los asistentes. En realidad, no fueron palabras dictadas expresamente por el padre García Herreros, sino tomadas de escritos suyos. Allí se decía: “El único patrimonio que poseo y la herencia que dejo es la obra que con la ayuda de ustedes he ido construyendo, y el amor a los pobres y a Colombia”.
En seguida, la ministra de Relaciones Exteriores, doctora Noemí Sanín, leyó una carta del Presidente César Gaviria, que decía:
No dudo en afirmar que el más importante aporte a Colombia del padre García Herreros consiste en haber sido pionero en nuestro medio de una nueva forma de concebir la lucha contra la pobreza y la desigualdad. Reemplazó la caridad por la solidaridad y las limosnas por oportunidades…
Padre García Herreros: que nuestro aplauso, al expresar tanto nuestro reconocimiento y admiración como nuestro aprecio y sincero cariño, sea un reconstituyente que lo ayude a superar los quebrantos de salud que ahora sufre, es el deseo de todos los colombianos cuyos corazones albergan las raíces del árbol de la solidaridad que usted sembró…
Terminados los discursos, las reinas de belleza iniciaron el servicio de las mesas. En esos momentos, llegó un mensajero a decirme que pasara al teléfono. Atendí el llamado en la recepción del Hotel. Era la joven paraguaya Lourdes Aquino, estudiante en Lumen 2000, quien me dijo: “Padre, el padre García Herreros acaba de morir”.
Regresé al Salón Rojo del Tequendama, tomé los micrófonos, pedí silencio y dije: “Lamento informarles que el padre García Herreros acaba de fallecer”. Un rumor de sorpresa y dolor resonó en el recinto. Entonces pedí a todos que se pusieran de pie, y oré diciendo estas o parecidas palabras: “Señor, te entregamos al padre Rafael García Herreros. Te damos gracias por su vida y te pedimos lo invites al banquete eterno de tu Reino”. Inmediatamente, salí con mis acompañantes rumbo al Minuto de Dios.
Mientras tanto, ¿qué había sucedido en la parroquia? Cuando empezaba la transmisión televisada, preguntaron al padre si deseaba ser trasladado a la habitación contigua a la suya, en donde estaba el televisor. Él respondió que bastaba que subieran el volumen al aparato, cosa que hicieron. Comenzaron los discursos y el padre tuvo una convulsión. Se calmó con un masaje, pero luego entró en agonía. Leonor Figueredo y un grupo de acompañantes lo trataba de serenar, diciendo: “Viejito, cálmate, te queremos mucho”. Como en mi discurso mencioné varias veces su nombre, al escucharme, él volvía la mirada como si alguien lo estuviera llamando. Llegaron entonces los eudistas Manuel Cristóbal Ordóñez y Luis Carlos Mendoza, y en brazos de estos cohermanos y de Leonor Figueredo, Lourdes Aquino y Paulina Garzón, el padre Rafael, tras una segunda convulsión, entregó su espíritu a Dios. Eran las 7:50 pm del 24 de noviembre de 1992. Al día siguiente le comenté al Nuncio Apostólico: “Creo que maté al Padre con mi discurso”, y él replicó: “En Sicilia decimos que cuando la muerte llega, escoge el mejor momento y la mejor disculpa”.
Media hora más tarde, la casa cural rebosaba de gentes, mientras un joven entonó la canción que el padre Rafael había escrito para ese momento, como si fuera su despedida, como si fuera su testamento de amor:
Cuando yo me esté muriendo,
no estaré llorando;
estaré sonriendo, estaré feliz.Cuando yo me esté muriendo,
estaré seguro
que voy a entrar en el misterio de Dios.Cuando yo me esté muriendo,
digan conmigo:
gracias por mi vida.Cuando yo me esté muriendo,
nada de llorar:
todos a cantar.Cuando yo me esté muriendo,
todo mi testamento será
¡amar!
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