El amor no muere nunca
(del libro “Rafael García Herreros, una vida y una obra”, escrito por P. Diego Jaramillo)
Cuando se divulgó la noticia del fallecimiento del padre García Herreros, todo el país se vistió de luto.
La Presidencia de la República, el Senado y la Cámara de Representantes, la Alcaldía Mayor y el Concejo Distrital de Bogotá, la Gobernación y la Asamblea del Norte de Santander, el Alcalde y el Concejo Municipal de Cúcuta y algunas otras entidades emitieron documentos para lamentar ese deceso.
Los medios de comunicación social le dedicaron generosísimos espacios al luctuoso acontecimiento, evocaron la figura y las ejecutorias del eudista fallecido y expresaron la admiración que el sacerdote había despertado entre los colombianos.
Una romería incesante de fieles llegó hasta el templo del Minuto de Dios para rendir el último homenaje al padre Rafael. Gentes de todas las edades y condiciones en riada caudalosa desfilaban ante el cadáver, elevaban una oración y continuaban el camino, pues la muchedumbre los impelía a avanzar. Algunos depositaban una flor. Allí se veían personas de toda clase y condición, desde el ex presidente Misael Pastrana y el alcalde Jaime Castro, la reina de belleza Paula Andrea Betancur y el caballista Fabio Ochoa, el ministro de educación Carlos Holmes Trujillo y el político Antonio Navarro Wolf, el periodista Francisco Santos y los humoristas Hugo Patiño y Jaime Agudelo, el obispo Enrique Sarmiento y numerosísimos sacerdotes que celebraban, uno tras otro, la eucaristía; y las gentes sencillas, las ancianitas humildes y los pobres, los amigos y los familiares del difunto.
Así todo el día 25 y las primeras horas del jueves 26 de noviembre, cuando, a las diez de la mañana, se condujo el féretro envuelto en la bandera colombiana, desde el templo hasta el altozano del Museo, en donde tantas veces el padre Rafael había presidido la eucaristía.
Allí, en la Plaza de Banderas, se realizó el funeral, presidido por el arzobispo Paolo Romeo, nuncio apostólico; por el obispo de Barrancabermeja, Juan Francisco Sarasti; por el obispo de Coro, en Venezuela, monseñor Roberto Lückert; por el obispo electo de Zipaquirá, Jorge Jiménez; y por un centenar de presbíteros.
A esa celebración litúrgica asistieron el presidente de la República, César Gaviria Trujillo y su esposa, Ana Milena Muñoz de Gaviria; la familia García Herreros, llegada de Cúcuta, y una multitud que colmaba la Plaza de Banderas, entonaba canciones carismáticas, agitaba pañuelos y aplaudía en un emocionado ritual de despedida.
El texto de la homilía, en esa celebración, fue el siguiente:
Al entrar en la capilla parroquial del Minuto de Dios, en una placa metálica, se lee esta frase: “Amarás al Señor tu Dios y a tu hermano el Hombre”. Esas palabras resumen la vida del padre García Herreros y son como el testamento espiritual que él nos ha legado.
El padre García Herreros fue un amante de Jesucristo, un hombre que sólo hablaba del Señor y deseaba que todos nos convirtiésemos en amantes del Señor Jesús.
Desde esta misma tribuna, en esta plaza que a él se le semejaba un templo, cuyas columnas fueran los árboles y cuya bóveda fuese el firmamento, él predicaba y recordaba los textos de la Biblia:
Nos hablaba del Dios que nos amó con amor eterno, del Dios que nos tiene atados con correas de amor, del Dios Padre que de tal manera amó al mundo que le envió a su Hijo único para que fuésemos salvados por Él.
El padre Rafael nos habló de Jesús: que nos amó como nos ama el Padre, y nos invitó a permanecer en su amor, y que mostró su amor en que, siendo pecadores, murió por nosotros (Rom. 5, 7).
El padre García Herreros repetía sin cesar las palabras de Pablo: “Me amó y se entregó por mí” (Gál. 2, 20); y añadía, con el Apocalipsis: “Nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (1, 5).
De ese amor de Cristo, que excede todo conocimiento, de ese amor que es largo y alto y profundo, nadie lo podía separar, ni el hambre, ni la tribulación, ni las preocupaciones por sostener sus obras, ni las contradicciones o los ataques.
El padre Rafael le suplicaba con insistencia a Dios no lo dejara morir sin haber hecho un acto de amor, porque “la sola pesadumbre que puede tener un hombre es morir sin amar”. Por eso él le suplicaba al Padre de nuestro Señor Jesucristo que lo bautizara en el amor.
El test del amor a Dios es el amor al hermano. Nadie puede amar al Dios que no ve, si no es capaz de amar al hermano que sí ve, enseña la Escritura. El padre García Herreros amaba a los hombres, y a través de ellos encontraba a Jesucristo. Para él los hombres eran sacramentos del amor de Dios, es decir, signos privilegiados de Jesús. Por eso decía: “Hombre, hermano, he descubierto que el secreto para ser feliz es amarte, y quisiera contarlo a todos y quisiera consagrar mi vida a tu servicio. Tú me has envuelto en el mismo y único amor de Dios. Cuando estoy junto a ti, sé que estoy cerca de Dios. Todo cuanto hago por ti, hombre, lo hago por el eterno, por el infinito que es Dios. Cuando te amo, estoy auténticamente amando a Dios, porque la expresión más auténtica de nuestro amor a Dios es nuestro amor al hombre”.
El padre Rafael recordaba la frase de san Juan de la Cruz: “En la tarde de la vida seremos juzgados por el amor”. Él se preparó para ese juicio que habrían de hacer los hombres y que habría de hacer Dios.
Ayer se abrió ese tribunal para juzgarlo. Innumerables testigos han sido llamados a declarar: los periódicos han dedicado muchas páginas para recordar su memoria. El pueblo bogotano, en procesión interminable, ha estado pasando frente a su féretro, para contemplar el rostro impávido del padre Rafael, que en plena paz está esperando el veredicto.
Yo imagino que muchos hombres y mujeres, al pasar frente a él, pudieron pensar: “Yo tuve hambre, y él me dio de comer, él me invitó a su mesa, me dio pan, me consiguió un trabajo”. “Yo tuve frío, y él me hospedó en su casa, él me ayudó a pagar el alquiler, él me construyó una vivienda”.
Ayer desfilaba la gente ante su cadáver; a los niños los alzaban para que vieran su rostro, y tal vez pensaban: “Yo era un ignorante, y él me admitió en su escuela, él me dio clases, él me enseñó a amar a Cristo y a los hombres, él soñó la universidad para mí”.
Otros dirían: “Yo estaba secuestrado, y ayudó a liberarme. Él se expuso, con tal de que yo recobrase la libertad”. “Yo era como una oveja descarriada, y él anduvo buscándome, porque pensaba que un pastor bueno debe hacerlo todo porque nadie esté ausente del redil”.
Y mientras en la Tierra va pasando el desfile interminable, en la gloria está sesionando el tribunal, y allá el Juez eterno dice: “Ven, bendito de mi Padre, porque tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estuve desnudo y me vestiste, enfermo y me visitaste, estaba perdido y me buscaste, todo lo desconocía y tú me enseñaste. Ven, siervo bueno, entra al gozo de tu Señor. Para ti está preparado el banquete eterno del Reino”.
Quiero contarles que cuando el padre Rafael entró al seminario, su papá le pidió que nunca fuese un sacerdote rico. Él lo cumplió. Tomó cuanto tenía: su tiempo, sus conocimientos, su amor, y el dinero que muchos le confiaban, y lo entregó a los pobres. No dejó nada para sí. Su única posesión era una ruana, su riqueza era como la de san Lorenzo: los pobres. Por eso no ha dejado nada. Ningún bien material. Ningún dinero personal.
A pesar de ello, su obra deberá continuar. Nada tenemos, sino el compromiso de construir una Colombia nueva, pero los tenemos a ustedes y a su generosidad. Juntos podremos seguir construyendo viviendas, escuelas y universidad. Juntos podremos seguir evangelizando a Colombia.
Y así se erigirá el más bello monumento al padre Rafael, que podamos levantar, con la ayuda de todos ustedes, con la ayuda de todos los hombres de bien de Colombia.
Concluida la ceremonia y llevado por los sacerdotes que habían sido sus compañeros y amigos, el féretro fue llevado a la Capilla de la Adoración, en los jardines de su propia casa, en donde el padre Rafael había pasado tantos momentos en sus últimos años y en donde, sepultado, espera la resurrección prometida por Jesús a quienes le han amado.
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